Quisiera empezar esta sección con este cuento, que hace que reflexionemos sobre el actual sistema económico financiero que tenemos y la posibilidad de que este sistema dure algún tiempo mas.
El cuento es por gentileza de Carlos Gutierres que hace unos años que me lo envío.
QUIERO TODA LA TIERRA MÁS EL 5 POR CIENTO
Érase una vez un país que existía en algún rincón de este planeta. El máximo problema del país era, sin embargo, saber exactamente cómo valorar sus intercambios vitales. ¿Un cuchillo valía uno o dos cestos de maíz? ¿Valía una vaca más que un carro? Durante generaciones la gente utilizó el sistema de permuta: una persona mantenía a su familia proporcionándole todas sus necesidades o bien se especializaba en un comercio en particular. Los bienes excedentes de su propia producción los intercambiaba por los excedentes de los demás.
En aquel país vivía Fabián, un artesano que trabajaba el oro y la plata. Pensando, pensando, Fabián llegó a una conclusión y la quiso presentar a los demás. «Tengo la solución a nuestros problemas de permuta y os invito a todos a una reunión pública mañana», anunció un buen día. A la mañana siguiente, sobre un escenario de la Plaza Mayor de la ciudad, Fabián explicó el nuevo sistema, al que llamó «dinero». La idea sonaba bien. «¿Cómo empezaremos?», preguntó la gente. «El oro que utilizo en los ornamentos y la joyería es un metal excelente. No se desluce ni se oxida y durará muchos años. Fundiré un poco de mi oro en monedas y llamaremos a cada moneda “dólar”», explicó Fabián. Aquel dinero pasaría a ser realmente el medio para el intercambio, un sistema mucho mejor que la permuta. Uno de los gobernadores planteó entonces: «¡Algunas personas pueden encontrar oro y hacerse las monedas!» Pero Fabián ya tenía la respuesta preparada: «Sólo las monedas aprobadas por el gobierno se podrán utilizar, y tendrán estampada una marca especial.» Aquello parecía razonable, y se propuso que se le diera a cada hombre una cantidad igual de monedas. «Sólo yo merezco la mayoría», dijo el fabricante de velas. «No —dijo el granjero—, sin alimento aquí no hay vida, nosotros tenemos que tener la mayor cantidad de monedas.» Y la discusión continuaba. Fabián les dejó discutir un rato y finalmente dijo: «Teniendo en cuenta que ninguno de ustedes llegará a un acuerdo, les sugiero que cada cual obtenga de mí la cantidad que quiera. No habrá ningún límite, excepto el de su capacidad para retornarlas.» «¿Y qué le tendremos que pagar?», le preguntó la gente a Fabián. «Puesto que les proporciono un servicio, eso me da derecho al pago por mi trabajo. Digamos que por cada 100 monedas que ustedes obtengan, me devolverán 105 por cada año que mantengan la deuda. Las 5 monedas serán mi paga, y llamaré a esta paga “interés”.»
Fabián no perdió ni un minuto e hizo monedas noche y día, y cuando las monedas fueron examinadas y aprobadas por los gobernadores, el sistema empezó. La mayoría pidieron pocas monedas y se dispusieron a probar el nuevo sistema. Encontraron que el dinero era maravilloso y pronto lo valoraron todo en dinero o dólares de oro. El valor que le pusieron a cada cosa se llamó «precio» y el precio dependía principalmente de la cantidad de trabajo que se requería para producir el bien. Si hacía falta mucho trabajo, el precio era alto, pero si se hacía con poco esfuerzo el precio era bajo. Los clientes elegían siempre el que creían que era el mejor trato, tenían libertad de elección. El estándar de vida se elevó, y al cabo de poco tiempo la gente se preguntaba cómo lo habían hecho hasta entonces sin «dinero».
Al terminar el año, Fabián salió de su tienda y visitó a toda la gente que le debía monedas. Algunos tenían más de las que habían pedido, pero eso significaba que otros tenían menos, ya que sólo había un número concreto de monedas repartidas desde el principio. Los que tenían más de lo que habían pedido devolvieron lo pedido más las 5 monedas adicionales por cada 100, pero una vez devueltas sus monedas tuvieron que pedir otra vez para poder continuar. Los demás descubrieron por primera vez que tenían una deuda. Antes de dejarles más dinero, Fabián hizo una hipoteca sobre algunos de sus activos, y todos volvieron a salir para tratar de conseguir aquellas 5 monedas extras que parecían tan difíciles de encontrar.
Nadie se dio cuenta de que, conjuntamente, el país nunca podría salir de su deuda hasta que se devolviesen todas las monedas, pero aunque se retornasen todas las monedas siempre quedarían aquellas 5 adicionales por cada 100 que jamás se habían puesto en circulación. Nadie aparte de Fabián podía ver que resultaba imposible pagar el interés. El dinero adicional nunca se había puesto en circulación, así que siempre le faltaría a alguien. Por otro lado, Fabián tuvo otra idea. En la parte posterior de su tienda hizo una caja fuerte y a la gente le pareció adecuado dejar algunas de sus monedas allí como depósito de seguridad. Fabián cobraba un pequeño honorario dependiendo de la cantidad de dinero depositado y la cantidad de tiempo que lo dejaran en la caja fuerte, y daba al dueño de las monedas un recibo por cada depósito. Cuando una persona iba a hacer las compras, normal- mente no llevaba demasiadas monedas de oro. La persona le daba al comerciante uno de los recibos de Fabián, de acuerdo con el valor de las mercancías que quería comprar. Los comerciantes reconocían el recibo como genuino y lo aceptaban con la idea de llevarlo después ante Fabián y recoger la cantidad correspondiente de monedas. Los recibos pasaban de mano en mano en vez de transferirse el oro en sí mismo. La gente tenía total confianza en los «recibos» y los aceptaba como si fueran monedas de oro.
Al poco tiempo, Fabián se dio cuenta de que era bastante raro que alguna persona le pidiera realmente sus monedas de oro, así que pensó: «Estoy en posesión de todo este oro y debo continuar trabajando duro como artesano. No tiene ningún sentido. Hay docenas de personas que estarían contentas de pagarme el interés por utilizar este oro, que está depositado allí y que sus propietarios pocas veces reclaman. Ciertamente, el oro no es mío, pero lo tengo yo, que es lo que importa. Ya no tengo que hacer más monedas de oro para dejar, puedo utilizar algunas de las monedas almacenadas en la caja fuerte.» Al principio iba con mucho cuidado y dejaba sólo unas cuantas monedas de oro, y sólo cuando tenía mucha seguridad de que le serían retornadas. Pero gradualmente cogió confianza y dejó cantidades mayores. Un día le pidieron un préstamo muy grande. Fabián sugirió: «En vez de llevarse todas estas monedas, le puedo hacer un depósito a su nombre y entonces le daré varios recibos con el valor de las monedas.» El prestatario estuvo de acuerdo, y se fue con un fajo de recibos. Había conseguido un préstamo y, aun así, el oro seguía en la caja fuerte de Fabián. Una vez el cliente estuvo fuera, Fabián sonrió. Podía tener la tarta y además comérsela. ¡Podía «prestar» el oro y mantenerlo en posesión! Los amigos, los extranjeros e incluso los enemigos necesitaron fondos para llevar a término sus negocios y, siempre que pudieran asegurar su devolución, podían pedir en préstamo lo que necesitasen.
Simplemente escribiendo recibos, Fabián podía «prestar» tanto dinero como varias veces el valor del oro de su caja fuerte, del que ni siquiera era el propietario. No pasaría nada mientras los auténticos propietarios no pidieran su oro y la confianza de la gente se mantuviera. La posición social de Fabián dentro de la comunidad aumentaba casi tan rápidamente como su riqueza. Se estaba convirtiendo en un hombre de importancia y pedía respeto. En materia de finanzas, su palabra era sagrada. La gente ahora aceptaba los recibos como una cosa tan buena como el oro mismo, y muchos recibos fueron depositados para mantenerlos seguros de igual modo que las monedas. Cuando un comerciante quería pagar a otra persona por mercancías, simplemente escribía una nota corta dirigida a Fabián en que le pedía transferir dinero de su cuenta a la del otro comerciante. Fabián sólo necesitaba unos minutos para ajustar los números en el libro en que anotaba los movimientos de cada cual. Este nuevo sistema se hizo popular, y las notas con la orden de transferencia se llamaron «cheques».
Un día, Fabián se reunió con el gobernador y le expuso una preocupación: «¡Algunos recibos están siendo copiados por falsificadores, y esto tiene que parar!”» El gobernador se alarmó. «¿Qué podemos hacer?» Fabián contestó: «Mi sugerencia es: antes que nada, hagamos que sea tarea del gobierno imprimir nuevas notas en un papel especial con diseños enrevesados, y cada nota la firmará el gobernador principal. A las notas las llamaremos “billetes”. Los orfebres ya pagaremos los costes de impresión, ya que nos ahorrará mucho del tiempo que pasamos escribiendo nuestros recibos.» El gobernador razonó: «Bueno, mi tarea es proteger a la gente contra los falsificadores y su propuesta parece realmente buena.» Y decidió imprimir los «billetes». La idea sonaba bien, y sin pensárselo demasiado imprimieron gran cantidad de flamantes billetes nuevos. Cada billete tenía un valor impreso: 1 $, 2 $, 5 $, 10 $… Los pequeños costes de impresión los pagaron los orfebres. Los billetes eran mucho más fáciles de transportar y rápidamente fueron aceptados por la gente. Empezó la etapa siguiente del plan. Hasta entonces, la gente pagaba a Fabián por guardar su dinero. Para atraer más dinero a la caja fuerte, Fabián ofreció pagar el 3 por ciento de interés sobre los depósitos. La mayoría de la gente pensó que si dejaba el dinero a Fabián, en realidad estaba dejando aquel dinero a los deudores al 5 por ciento y por eso su beneficio era del 2 por ciento, la diferencia. Además, la gente no se lo preguntó demasiado, ya que obtener el 3 por ciento era mejor que estar pagando por depositar el dinero en un lugar seguro. La cantidad de ahorros creció, y con el dinero adicional en las arcas, Fabián podía dejar 200 $, 300 $, 400 $ y hasta 900 $ por cada 100 $ en billetes y monedas que tuviera en depósito. Tenía que ir con cuidado de no exceder este factor 9 a 1, porque normalmente una de cada diez personas le pedía retirar su dinero. De no haber suficiente dinero disponible cuando alguien se lo pedía, la gente habría empezado a sospechar, ya que las libretas de depósito mostraban en teoría exactamente lo que tenían depositado. Más allá de esto, sobre los 900 $ que Fabián había dejado en préstamo escribiendo los cheques él mismo, podía pedir hasta 45 $ de interés (el 5 por ciento de 900). Cuando se devolvían el préstamo más los intereses (945 $), los 900 $ se cancelaban de la comuna de débitos y Fabián se guardaba los 45 $ del interés. Por tanto, estaba encantadode pagar el 3 por ciento de interés sobre los 100 $ depositados originalmente, que nunca habían salido del arca. Eso significaba que por cada 100 $ que mantenía en depósito, era posible obtener 42 $ de beneficios, mientras que la mayor parte de la gente pensaba que sólo ganaba el 2 por ciento. Los demás orfebres estaban haciendo lo mismo. Creaban dinero de la nada, sólo con su firma en un cheque, y además cargaban el interés.
Es cierto, ellos no hacían los billetes, el gobierno imprimía billetes y los entregaba a los orfebres para distribuirlos. El único gasto de Fabián era el pequeño coste de impresión. Sin embargo, ellos estaban creando dinero de «crédito», que salía de la nada y encima le cargaban intereses. La mayoría de la gente creía que Fabián estaba dejando el dinero que alguien más había depositado, pero había algo raro: ningún depósito se reducía cuando Fabián entregaba el préstamo. Si todos hubieran querido retirar sus depósitos a la vez, se habría descubierto el fraude. No había problemas si alguien pedía un préstamo en monedas o billetes. Fabián simplemente le explicaba al gobierno que el incremento de la población y la producción requería más billetes, y los obtenía a cambio de un pequeño coste de impresión.
Un día, un hombre que solía pensar mucho fue a ver a Fabián. «Esta carga de interés está mal —le dijo—. Por cada 100 $ que deja está pidiendo que le retornen 105 $. Los 5 $ de más no se pueden pagar nunca, porque no existen. Muchos campesinos producen comida, muchos industriales producen bienes y así lo hace el resto, pero sólo usted produce dinero. Supongamos que sólo hay dos empresarios en todo el país, y que nosotros damos trabajo al resto de la población. Le pedimos en préstamos 100 $ cada uno, pagamos 90 $ en sueldos y gastos y nos quedamos con 10 $ de beneficios (nuestro sueldo). Eso significa que el poder adquisitivo total de toda la población es de 90 $ + 10 $, que multiplicado por dos son 200 $. Pero, para pagarle a usted, nosotros tenemos que vender toda nuestra producción por 210 $. Si uno de nosotros tiene éxito y vende todo lo que produce por 105 $, el otro sólo puede esperar obtener 95 $. (Si el poder adquisitivo total es de 200 $ y uno de los empresarios vende 105 $, sólo quedan 95 $ en manos de la gente para comprarle al otro empresario). Además, parte de los bienes no pueden venderse, ya que no quedaría más dinero en manos de los consumidores para comprarlos. Vendiendo por 95 $, el segundo empresario todavía le debería a usted 10 $ y sólo podría pagarle pidiéndole más en préstamo. El sistema es imposible. —El hombre conti- nuó—: Seguramente usted tendría que emitir 105 $, es decir, 100 para mí y 5 para que los gaste usted. De esta manera habría 105 $ en circulación y se podría pagar la deuda.» Fabián le escuchó en silencio y al terminar dijo: «La economía financiera es un tema muy profundo, amigo mío, hacen falta muchos años de estudio. Usted tiene que ser más eficiente, incremente su producción, reduzca sus gastos y conviértase en un mejor empresario. Siempre estaré dispuesto a ayudarle en estos asuntos.» El hombre se marchó sin estar nada convencido. Había algo mal en las operaciones de Fabián, y se había dado cuenta de que había respondido a su pregunta con evasivas. No obstante, la mayoría de la gente respetaba la palabra de Fabián. «Él es el experto, los demás deben estar equivocados. Miren cómo se ha desarrollado el país, cómo ha aumentado nuestra producción. Mejor dejar que sea él quien lleve estos temas.»
Para pagar los intereses sobre los préstamos que habían pedido, los comerciantes tuvieron que subir los precios. Los asalariados se quejaron de que sus sueldos eran muy bajos (al subir los precios no podían comprar tantos bienes con su salario). Los empresarios se negaban a pagar mejores salarios, diciendo que se irían a la quiebra. Los campesinos no podían obtener precios justos para su producción. La gente se quejaba de que los alimentos estaban muy caros. Finalmente algunas personas se declararon «en huelga», algo de lo que no se había oído hablar nunca. Otros habían llegado a la pobreza y sus amigos y parientes no tenían dinero para ayudarles. La mayoría se había olvidado de la riqueza real a su alrededor —las tierras fértiles, los grandes bosques, los minerales, el ganado—. Sólo podían pensar en el dinero, que siempre parecía faltar. Pero jamás cuestionaban el sistema bancario. Ellos creían que el gobierno lo gestionaba. La situación económica empeoró. Los asalariados estaban seguros de que los patrones tenían grandes beneficios. Los patrones decían que los trabajadores eran gandules y no rendían honestamente en su jornada laboral, y todos culpaban a todos los demás. Los gobernantes no pudieron encontrarle una respuesta y, además, el problema inmediato parecía ser combatir la pobreza creciente. El gobierno puso entonces en marcha órganos de beneficencia e hizo leyes obligando a la gente a contribuir en ellos, lo que molestó a mucha gente, que creía en la vieja idea de ayudar al vecino voluntariamente. Estos órganos de beneficencia aliviaron la situación de entrada, pero al cabo de un tiempo el problema de la pobreza se agravó nuevamente y se necesitaba más dinero. El coste de los órganos de beneficencia aumentó más y más y la medida del gobierno creció. La mayoría de los gobernantes eran hombres sinceros que trataban de hacerlo lo mejor posible. No les gustaba pedir más dinero a su pueblo (aumentar los impuestos) y, finalmente, no tuvieron más opción que pedir dinero a Fabián y sus amigos. No tenían ni idea de cómo lo harían para devolverlo. La situación empeoraba, los padres ya no podían pagar a los maestros de sus hijos. No podían pagar a los médicos y las empresas de transporte estaban entrando en quiebra. Uno por uno, el gobierno se vio obligado a responsabilizarse de ofrecer estos servicios por su cuenta. Los maestros, los médicos y muchos otros se convirtieron en funcionarios públicos. La situación no mejoraba demasiado y, desesperados, los gobernantes decidieron pedirle consejo a Fabián. Le consideraban muy sabio y parecía que sabía cómo resolver asuntos de dinero. Fabián escuchó mientras le explicaban sus problemas y finalmente respondió: «Mucha gente no puede resolver sus problemas por sí misma y necesita a alguien que lo haga por ella. Seguramente ustedes estarán de acuerdo con que la mayoría de gente tiene derecho a ser feliz y a ser proveída con lo básico para vivir. Uno de nuestros grandes dichos es “Todos los hombres son iguales”, ¿no es cierto? Pues bien, la única manera de nivelar las cosas es tomar el exceso de riqueza de los ricos y darla a los pobres. Introduzcan un sistema de impuestos. Cuanto más tenga un hombre, más tendrá que pagar. Recojan los impuestos de cada persona según su capacidad, y den a cada cual según sus necesidades. Los colegios y los hospitales tienen que ser gratuitos para quienes no se lo puedan permitir.» Les dio una larga charla sobre grandes ideales y acabó diciendo: «Ah, por cierto, no se olviden de que me deben dinero. Hace mucho tiempo que llevan pidiendo en préstamo. Lo mejor que puedo hacer para ayudarles es, como deferencia a ustedes, que sólo me paguen el interés. Dejaremos el capital como deuda, sólo hace falta que me paguen el interés.»
Mientras las cosas iban a peor, intentaron el control de los salarios, el control de los precios y todo tipo de controles. El gobierno trató de conseguir más dinero con un impuesto a las ventas, aportaciones patronales, aportaciones salariales y todo tipo de impuestos. Alguien observó que en el camino desde la cosecha del trigo hasta la mesa de las casas, había cerca de cincuenta impuestos sobre el pan. Los «expertos» se presentaron y algunos fueron elegidos para gobernar, pero después de cada reunión anual aparecían sin soluciones, a excepción de la noticia de que había que «reestructurar» los impuestos, aunque siempre, después de las reestructuraciones, la suma total de impuestos aumentaba. Fabián empezó a exigir el pago de los intereses, y cada vez hacía falta una porción más y más grande de impuestos para pagarlos. Entonces llegó la política partidaria —la gente discutía sobre qué partido político podría solucionar de mejor manera sus problemas—. Discutieron sobre las personalidades, el idealismo, los eslóganes, todo excepto el problema real. En una ciudad, el interés de la deuda excedió la cantidad de impuestos que se recaudaron en un año. En todo el país, el interés sin pagar siguió subiendo y se cargó interés sobre el interés impagado. Gradualmente, mucha de la riqueza real del país fue comprada o controlada por Fabián y sus amigos, y con eso aumentó el control sobre la gente. Aun así, el control todavía no era total.
Sabían que la situación sería no segura hasta que cada persona fuera controlada. La mayoría de la gente que se oponía al sistema era silenciada por presión financiera, o sufría el ridículo público. Para conseguir esto, Fabián y sus amigos compraron la mayoría de periódicos, televisiones y emisoras de radio. Y seleccionaron con mucho esmero a la gente que los gestionaría. Muchas de estas personas tenían un deseo sincero de mejorar el mundo, pero jamás se dieron cuenta de hasta qué punto les utilizaban. Sus soluciones se ocupaban siempre de los efectos del problema, nunca de la causa. El plan de Fabián estaba a punto de llegar a su cenit —el país entero le debía dinero—. Con la educación y los medios, tenía el control de las mentes de la gente. Podían pensar y creer sólo lo que él quería que pensasen. Los medios marcaban los temas y los debates. Indirectamente, Fabián tenía tal control sobre el gobierno que éste se veía obligado a seguir sus instrucciones. Él solía jactarse: «Dejadme controlar el dinero de una nación y no me importa quién haga las leyes.» No importaba demasiado qué partido fuera elegido para gobernar. Fabián tenía el control del dinero, la sangre vital de la nación. El gobierno obtuvo el dinero, pero el interés se cargó siempre en cada préstamo. Cada vez se gastaba más y más en órganos de beneficencia y en seguros de paro, y no pasó demasiado tiempo antes de que el gobierno tuviera dificultades incluso para pagar el interés, por no hablar del capital. Aún había gente que se preguntaba: «El dinero es un sistema hecho por el hombre. Seguramente se puede ajustar para ponerlo al servicio de la gente, y no que la gente esté al servicio del dinero.» Pero cada vez había menos personas que se hacían esta pregunta y sus voces se perdieron en la locura de buscar el dinero inexistente para pagar el interés.
Los gobiernos cambiaron, los partidos también, pero las políticas de base continuaban. Sin importar qué gobierno estaba en el «poder», la meta final de Fabián se acercaba más y más cada año. Las políticas de la gente no significaban nada. La gente pagaba impuestos hasta los límites, no podían pagar más. Se acercaba la hora del movimiento final de Fabián. El 10 por ciento del dinero todavía estaba en forma de monedas y billetes, cosa que tenía que suprimirse sin levantar sospechas. Mientras la gente utilizara el efectivo, estaría libre para comprar y vender como quisiera —la gente todavía tenía cierto control sobre sus vidas—. Pero no resultaba siempre seguro llevar billetes y monedas. Los cheques no eran aceptados fuera del país y, por tanto, se buscó un sistema más convincente. La organización de Fabián le dio a cada cual una tarjeta de plástico que mostraba el nombre de la persona, la fotografía y un número de identificación. En cualquier lugar donde presentara esta tarjeta, el comerciante llamaba al ordenador central para controlar el crédito. Si tenía crédito, la persona podía comprar lo que deseara, hasta una cierta cantidad. Al principio, a la gente se le permitió gastar una pequeña cantidad a crédito, y si se pagaba dentro del mismo mes no se cobraba ningún interés.
Esto estaba muy bien para el asalariado, pero, ¿qué pasaría con los empresarios? A éstos les hacía falta instalar maquinaria, fabricar mercancías, pagar salarios, vender todas sus mercancías y acabar de pagar el crédito. Si sobrepasaban el mes, lo cargaban con un 1,5 por ciento por cada mes que estuviera pendiente la deuda. Esto ascendía a un 18 por ciento cada año. Los empresarios no tenían más opción que añadir este 18 por ciento sobre el precio de venta. Pero todo este dinero o crédito adicional (el 18 por ciento) no se había dejado en préstamo a nadie (el dinero no estaba en circulación). En todo el país, los empresarios tenían la tarea imposible de pagar 118 $ por cada 100 $ que se habían dejado en préstamo, ¡pero los 18 $ adicionales jamás se habían creado en el sistema! No existían.
Fabián y sus amigos aumentaron todavía más su posición social, eran considerados como pilares de respetabilidad. Sus declaraciones sobre finanzas y economía eran aceptadas con una convicción casi religiosa. Bajo la carga de impuestos cada vez más altos, muchas pequeñas empresas se hundieron. Se necesitaban licencias especiales para diversas operaciones, de forma que las empresas restantes encontraban muy difícil participar. Fabián poseía y controlaba todas las grandes compañías, que tenían cientos de subsidiarias. Éstas parecían estar en competencia las unas con las otras, aunque Fabián las controlaba todas. Eventualmente, todos los demás competidores se vieron obligados a cerrar. Los fontaneros, los carpinteros, los electricistas y la mayoría de las pequeñas industrias tuvieron el mismo fin: fueron engullidas por las gigantescas compañías de Fabián, que contaban con la protección del gobierno. Fabián quería que las tarjetas de plástico sustituyeran a los billetes y a las monedas. Su plan era que cuando todos los billetes se hubieran retirado, sólo los negocios que utilizasen el sistema de tarjetas conectadas al ordenador central pudiesen funcionar… Con todo esto, al final, Fabián y sus amigos lo controlaban casi todo. * Ésta es una versión resumida. El autor del cuento es el australiano Larry Hannigan,
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